Tim está pasando por una etapa que yo sé que me va a gustar recordar el día de mañana, por la sencilla razón de que va a ser cosa del pasado. Voy a llamarla “la fase chuqui”, dicen que es parte fundamental del proceso de formación del lenguaje de cualquier niño chico. La verdad es que cualquier rapero de Nueva York quedaría como un angelito al lado de mi hijo.
De mañana, cuando Tim pega un salto en mi cama por encima de mis piernas, para empezar me grita de lo más contento: “¡Hola, cara de lija!” Pero yo no soy ningún cara de lija, soy el padre. Y además, se lo digo. De más está aclarar que para la madre también tiene todo un repertorio de palabrerío muy específico... La mayoría de sus creaciones de vocabulario tienen que ver con mutilaciones y disecciones. Y eso no me gusta nada.
¿Por qué no podrá inventar palabritas lindas de oír? ¿Por qué no me dirá, más fácil, “papo grande”? Esto parece que es normal, al menos así me lo explicó la maestra del jardín de infantes. Pero no me importa, pensé yo, con toda la decisión de encarar la conducta de mi hijo con entereza y decisión, y de ser necesario ponerle castigos por decir malas palabras.
Pero para eso, por desgracia, me falta autoridad. No soy nada bueno poniendo penitencias. Además, hace tiempo una psicóloga me aclaró que los niños no llegan a ninguna parte castigándolos. No se consigue nada, y mantener los castigos siempre termina siendo más duro para los padres que para los hijos, sobre todo si se trata de prohibirles la televisión. ¿Que lo voy a hacer el domingo a las ocho de la mañana? ¿No, verdad? Entonces, ¡por favor! Voy a hacerlo pero con medida, me prometí.